Ariadna Burroucs se reconoció al mirarse en el espejo, algo que hacía tiempo que no pasaba. El pelo tras ser lavado y cepillado volvía a tener aspecto sano y brillante. Había ganado algo de peso,
así que la cara excesivamente delgada, con rasgos tan afilados que podían cortar,
había recuperado su aspecto natural. Se encontraba perfectamente, lista para matar a Víctor.
Salió
de casa después de asegurarse de que no se clavaría accidentalmente el cuchillo que llevaba en el bolso. Fue caminando hasta la
estación de metro. En el andén esperaba que llegase el tren mirando a la nada,
sin oír el ruido de conversaciones, la música ambiente, nada. Llegó el tren, se
subió y se quedó de pie en el vagón, apoyada en una barra metálica, su mente lejos, muy lejos.
Ariadna
vio por primera vez a Víctor una noche que ella y un grupo de amigas salió de
fiesta. Iban a entrar en el Ovella Negra cuando una de ellas le señaló a Ariadna
un grupo de barbis y jimans que se paseaba arriba y abajo por la calle. Como
siempre, alrededor de ellos había hombres y mujeres ansiosos dispuestos a
gastar montañas de dinero y hacer lo que hiciera falta para pasar un rato con
uno o una de ellos. A Ariadna siempre le parecieron patéticos. Se fijó en uno
de los jimans, un atractivo hombre de cabello negro y rasgos griegos, que tenía
ante él dos solicitantes, un hombre que tenía pinta de ejecutivo y una chica
joven. Las amigas la arrastraron dentro del local y no supo con quién se fue
finalmente el jiman, aunque suponía que la chica joven.
Ariadna
salió del metro y fue caminando hasta la zona donde los jimans y las barbis
captaban a sus clientes. Mientras caminaba recordó cómo volvió a encontrarse a Víctor, en
una fiesta que dio la amiga de una amiga. Tras saludar aquí y allá, se dio un
pequeño paseo por la casa, observando con curiosidad a aquellos que no conocía.
Entre el grupo de desconocidos estaba Víctor, aunque ella todavía no sabía que
se llamaba así, que discretamente iba escuchando las ofertas que le
hacían los invitados a la fiesta. Ariadna no se sorprendió por ver un jiman en la
fiesta, desde hacía un tiempo se había puesto de moda tener uno, o su equivalente femenino, en las
fiestas que quisieran tener cierto toque moderno, rompedor o, simplemente,
epatar a los invitados. En parte supuso que funcionaba, ya que ella no se
habría imaginado nunca estar en una fiesta donde alguien tenía suficiente
dinero como para tener un jiman a disposición de los invitados.
Las
horas fueron pasando, Ariadna hacía por lo menos dos horas que se quería ir a
casa pero continuaba viéndose atrapada en conversaciones que la aburrían.
Cuando tuvo la oportunidad, fue al lavabo a refrescarse un poco. Salió y se
quedó mirando los invitados reunidos en el comedor, conversando mientras de
fondo el alcohol había facilitado la sustitución de cualquier atisbo de
modernidad por la nostalgia que salía ahora de los altavoces, a un volumen
razonable, por supuesto, no fuera que los vecinos se molestaran.
–Creo
que encajas aquí menos que yo. –Ariadna se dio la vuelta para ver al jiman
sonriendo. –Me llamo Víctor.
–¿Qué
has querido decir?
–Que
me llamo Víctor.
–No,
antes. ¿Qué es eso de que no encajo?
–Bueno,
no te lo tomes a mal. Es sólo que llevo aquí toda la noche, observando,
estudiando a aquellos que se me acercan y, en particular, a los que no se atreven. Vamos, estudiando clientela. Todos
aparentan ser súpermodernos, estar a la última, pero no dejan de ser niños
sintiéndose muy adultos porque se han bebido su primera cerveza. Míralos. –Con
un gesto, Víctor le señaló la escena que ella observaba antes. Ahora, mientras
unos bebían y reían, otros bailaban al ritmo de Pat Benatar. –Presos de una
adolescencia que no les dejará escapar nunca.
Ariadna,
que siendo sincera no le desagradaba tampoco correr con las sombras de la
noche, se sintió feliz por la manera en que Víctor había transformado algo que
ella llevaba sintiendo toda la noche en algo positivo, ya que se había
culpado a si misma por no sentirse parte del grupo reunido aquella noche, como si el fallo estuviera en ella y no en el hecho de que aquellas personas eran pretenciosas, inmaduras, vulgares. En realidad, le daba igual aquella
fiesta y aquella gente, pero estaba allí porque se suponía que es lo que tenía
que hacer.
Bajando
la voz hasta convertirla en apenas un susurro, Víctor le dijo:
–Deja
que te lleve lejos de aquí.
Ariadna
sabía exactamente lo que eso significaba. A pesar de las veces que se había
prometido no caer en obvias trampas, se dejó llevar por Víctor que la cogió de
la mano y la condujo hasta el dormitorio más cercano.
−Relájate
– le dijo mientras le desabrochaba la blusa que llevaba. Ariadna no podía
evitar sentirse tensa y nerviosa. Y excitada.
Con
un gesto, Víctor le indicó que se estirara en la cama. Él se estiró a su lado, levantándose la camiseta negra ajustada que llevaba.
Los ojos de Ariadna se fueron hacia una especie de segundo ombligo que Víctor
tenía justo debajo del esternón. Víctor lo acarició delicadamente y empezó a
salir una especie de tentáculo que terminaba en una pequeña boca que se posó en el brazo izquierdo de ella.
–¿Lista?
Antes
de que contestar, Ariadna sintió un pequeño pinchazo en el brazo.
Por un momento, nada. Entonces empezó a sentir cómo olas cálidas le recorrían
el cuerpo, en la base de la espalda sintió que se iba formando una burbuja de
placer. Cada vez más hinchada, cada vez más hinchada, cada vez más… Y explotó.
Aquello no era un río de placer, era un torrente salvaje que le cortó la
respiración. Todo su cuerpo tembló. Y de nuevo se vio sumergida en el placer. Y
otra vez. Y otra. Finalmente, cuando pensaba que se iba a volver loca de puro
gusto, cesó, lentamente.
Se
quedó un rato mirando el techo, hasta que oyó una puerta cerrarse. Se incorporó
y vio que Víctor se había marchado. Se puso bien la ropa, no pudiendo evitar
una aguijonada de culpabilidad por la humedad entre sus piernas.
Al
día siguiente de aquella primera vez, a Ariadna le pareció que el mundo estaba
apagado, gris. La comida estaba sosa, la bebida insípida. Cada vez que pensaba
en el tentáculo de Víctor posándose en su brazo, sentía una nerviosa excitación
en el bajo vientre. No había nada que se pudiese comparar a aquella
experiencia, nunca antes había sentido nada semejante, nadie la había hecho
sentir nada igual. Ni siquiera ella misma. La noche siguiente al día de la
fiesta se masturbó, pero los resultados fueron patéticos. Un petardo al lado de
la bomba atómica que había experimentado. No le costó entender que hubiera
gente que se hiciese adicta a ello. No ella, claro, ella no era iba a caer en
ninguna adicción. Había estado bien pero mejor no repetir.
Dos
días más tarde de su primera vez, se encontraba dando vueltas por la zona de los jimans y las
barbis, igual que estaba haciendo ahora pero sin llevar un cuchillo en el
bolso, buscando con la vista a Víctor. No le fue difícil encontrarlo. Mientras
se encontraba escondida tras una esquina, Ariadna recordó aquel primer
encuentro tras la fiesta con especial furia. Fue el encuentro que marcó la
tónica de su relación. Se acercó
a Víctor y antes de que ella pudiese decir nada, él le dijo:
–100
euros.
–¿Qué?
–100
euros por otro viaje.
¡Qué
estúpida había sido! Para él solo había sido un trabajo más. Le habían pagado
para que estuviese en la fiesta haciendo su trabajo. Había sido tan especial
para él como petarse un grano. Esta realización hizo que Ariadna se sintiera a
un tiempo humillada y enfadada. Se fue sin decir palabra. Tampoco dijo nada
cuando regresó y, tras haber pasado por un cajero, le dio los 100 euros a
Víctor, que la llevó a una habitación donde ella supuso que dormía cuando no
estaba en la calle. Luego, de nuevo, el placer. Una vez terminado, Víctor la
echó sin muchos miramientos y ella se vio de nuevo en la calle, donde la gente
la miraba sabiendo exactamente lo que había estado haciendo. Pero aquella era
la última vez. Se acabó.
Su
resolución duró otro par de días. Pronto volvió a buscar más placer. Ella pagaba,
Víctor se lo proporcionaba. El único cambio que hubo en la relación fue que
cuantas más visitas hacía Ariadna, más hirientes eran los comentarios
humillantes de Víctor.
Su
cuenta de ahorros se fue vaciando rápidamente. Su presencia en el puesto de
trabajo se volvió impredecible, hasta que la despidieron. Su teléfono poco a
poco dejó de sonar. Su casa estaba cada vez más sucia y desordenada, se acumulaba el polvo, insectos atraídos por los platos
sucios en el fregadero; Thomas Ligotti, William Gibson, Patricia Muñiz y Philip
K. Dick entre otros formaban desordenados montones en el suelo. Nada de ello
importaba. Solo existía el placer.
La
cosa (no se atrevía a llamarlo relación) siguió así durante unos meses.
Finalmente, una mañana, Ariadna tocó fondo. Se miró en el espejo y no se
reconoció. ¿Quién era esa desconocida de pelo sucio y rostro demacrado? No
podía ser ella, ella no era así para nada. Entonces supo que tenía que parar.
Parar o morir, sus únicas opciones.
Dejarlo
a palo seco fue duro, pero tuvo un incentivo que la ayudó en los peores
momentos: ver a Víctor en un charco de su propia sangre. Tal vez no fuera un
pensamiento muy edificador o positivo, pero cumplió su objetivo. Tras una
ordalía que duró un mes, estaba limpia de nuevo. Y, ahora, estaba dispuesta a
cumplir su sueño.
Ariadna
observaba atenta los movimientos en la calle. Parecía que el turno de Víctor se
había terminado y se disponía a marcharse. Ariadna le siguió tan
disimuladamente como sabía, imitando lo que había visto en el cine. Extrañada,
se dio cuenta de que Víctor no se iba a la habitación que ella había asumido
era su casa, sino que se internaba por callejones, adentrándose más en la zona antigua de la
ciudad. ¿Adónde iba? Finalmente se detuvo en una casa de aspecto anodino.
Mientras estaba distraído abriendo la puerta, Ariadna aprovechó para acercarse
silenciosamente a su víctima sacando el cuchillo de su bolso. Víctor debió
notar algo, porque se dio la vuelta justo cuando Ariadna se disponía a atacar,
e intentó esquivarla. No lo logró del todo, el cuchillo le hizo una herida
profunda en el brazo. Víctor se metió dentro del portal, Ariadna logró entrar
antes de que se cerrara la puerta.
Observó
el portal donde había entrado. Las paredes tenían un extraño aspecto terroso, una escalera iba hacia arriba, otra hacia abajo, muchas puertas. Víctor parecía haber desaparecido, pero
no le costó ver por donde se había ido, la herida que le había hecho sangraba lo suficiente para dejar un rastro. Ariadna siguió aquel hilo carmesí por el laberinto de escaleras y
habitaciones que era ese edificio. El rastro la llevó hasta una puerta
entreabierta. Extraño, probablemente una trampa. De todas formas, entró.
Entró
en una espartana habitación. El único mueble era una cama. Ropa, libros, unos
cuantos CD (pero ningún equipo de música, al menos que ella pudiera ver)
formaban ordenados montones en el suelo. Notó un movimiento a su espalda, una
sombra en el rabillo del ojo, y Ariadna se dio la vuelta para ver a Víctor
lanzarse sobre ella armado con algo de lo que solo pudo ver un borrón
mientras lo esquivaba. Era un bate. Ariadna, al esquivar el golpe, tropezó con
la cama y cayó al suelo. Víctor se adelantó para dejarla fuera de combate de un
batazo, ella se dio la vuelta y utilizó libros y discos como proyectiles. Un
libro le dio en la frente, dejándole momentáneamente aturdido. Ariadna lo
aprovechó para hundirle el cuchillo en el pecho, descargando toda su furia y
odio en cada puñalada. Se detuvo agotada y se sentó en la cama, sin saber que
se suponía que tenía que hacer ahora.
No
supo cuánto tiempo llevaban allí, pero Ariadna se fijó en que había tres
personas mirando la escena en la habitación desde el pasillo. Demasiado
aturdida y cansada para hacer nada al respecto, simplemente se quedó mirando a
aquellos desconocidos, dos hombres y una mujer, que deberían rondar los sesenta
años. Una vez descubiertos, los tres entraron y estudiaron de más de cerca el
cadáver. Los hombres se le acercaron y con gestos no faltos de amabilidad, le
indicaron que se estirara en la cama. Ella obedeció, no se le ocurría que otra
cosa hacer. Mientras los hombres la acomodaban en la cama, la mujer desconocida
cogió el cuchillo, todavía clavado en el hombro de Víctor, le levantó la camisa
al muerto y extrajo el tentáculo que tanto placer le proporcionara en el pasado
a Ariadna. La mujer utilizó el cuchillo para separar el tentáculo del cadáver con
un gesto rápido y eficiente. El tentáculo se agitaba con movimientos débiles en
la mano de la desconocida, que se sentó a horcajadas sobre Ariadna. Entonces,
empezó a salir de su aturdimiento, pero era demasiado tarde para Ariadna. Los hombres la
sujetaban inmovilizándola completamente, la mujer le tapó la nariz obligando a
Ariadna a abrir la boca, la mujer con un simple gesto de su mano hizo que el tentáculo se deslizara
dentro de la boca de Ariadna. Pudo sentir como bajaba por su garganta y empezó a sufrir convulsiones,
hasta que se desmayó. Cuando Ariadna perdió el conocimiento, los tres
desconocidos abandonaron la habitación.
Ariadna
se despertó sin saber cuánto tiempo había pasado inconsciente. Tras un momento,
notó que seguía en la habitación de Víctor, casi esperaba despertarse en una
celda, pero la habitación estaba cambiada. No había rastro de sangre, el cadáver
de Víctor había desaparecido. Además, también habían desaparecido las
pertenencias del difunto, en su lugar reconoció su ropa, sus libros, su música.
Supuso que debería sentir miedo, inquietud, algo, pero lo único que notaba era
un vacío. Un vacío en su pecho.
Siguiendo
una voz interior, se levantó. Se sentía hambrienta, además de vacía, pero no
pasaba nada. Sabía adónde ir y qué hacer. En la calle la aceptaron como una más,
nadie pareció preocuparse por la ausencia de Víctor. Y si a ellos no les
importaba, menos le importaba a ella. Ahora solo le importaba llenar el vacío
que sentía dentro y eso sabía cómo conseguirlo, por lo menos durante un tiempo.