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29 may 2019

En nombre del mal

 
En nombre del mal es una antología de relatos de terror, cuyo tema central son las sectas, que os presento por un motivo de enorme importancia: yo soy uno de los autores que participa. De rápida lectura, podéis descargar gratuitamente el libro entrando en:


Mi aportación tiene un toque de terror cósmico, algo que siempre me ha gustado, y espero que os haga pasar un buen mal rato, al igual que todos los demás relatos de esta antología.


22 mar 2013

Silvia SIEMPRE será amada

En el sueño, Raúl huye de una extraña y monstruosa criatura que le persigue en la oscuridad. Corre intentando alcanzar el refugio que ve en la distancia. Corre tan rápido como puede, a pesar de que sabe que el refugio al que se dirige es también la criatura que le persigue.

Raúl despertó antes de que sonara el despertador. Su paso del sueño a la consciencia fue casi inmediato, empujado por un sueño extraño. Extraño, pero no exactamente perturbador. De todos modos, los detalles del sueño ya estaban desapareciendo y tenía cosas que hacer. Partía hacia Girona, para celebrar el cumpleaños de una amiga que conoció en la universidad.

En la estación de Sants, en Barcelona, se reunió con Marta y Laura, y de allí cogieron el AVE para Girona. Llegaron cuando pasaban unos minutos de las cinco y media, sin incidentes. La charla durante la media hora de viaje fue muy agradable. Bromas privadas, anécdotas pasadas y las habituales actualizaciones vitales. Una vez en Girona, los tres se reunieron con Anna, la chica del cumpleaños. Abrazos, besos y los hola-qué-tal-cómo-estás de rigor. No fue hasta unas horas más tarde, cuando llegó Sergio de Barcelona tras coger un tren al salir de trabajar hacia las ocho, que Raúl fue consciente de que también se hallaba con ellos una quinta persona. Silvia también se encontraba entre ellos.

Estaba presente a través de su ausencia. Los comentarios que no se hacían, los hechos que no se rememoraban, las preguntas que nadie le hacía. En Barcelona, Raúl estaba acostumbrado a ver a Silvia en todas partes. Visiones fugaces de su rostro, perdido entre la multitud. A veces, por el rabillo del ojo la detectaba a su lado, pero siempre desaparecía al girar la cabeza. Otras veces la podía oír. Su risa en la mesa de al lado cuando se encontraba en algún bar, su voz escondida entre las conversaciones que se mezclaban en el metro. Sin embargo, siempre evitaba el lugar en el que estaba convencido que más fácil sería encontrarla, el puente desde el que saltó.

Cenando antes de irse de copas en el piso de Anna, todos antes o después comentaban sus líos de pareja, los problemas típicos y únicos de cada uno. Todos respetaban el silencio de Raúl al respecto. Antes de que llegase su turno de hablar, se cambiaba de tema porque todos sabían lo que había pasado. No podían hacer nada, más que fingir que todo iba bien. Pero cuánto más evitaban mencionarla, más podía verla Raúl. Aquella noche, yendo de bar en bar, la vio varias veces. Unas al irse de un local, otras al entrar. Reflejada en un escaparate, paseando en la distancia.

Raúl no corría tras ella porque sabía que los reflejos eran solo reflejos. No quería verse como Donald Sutherland en Amenaza en la sombra o James Stewart en Vértigo, persiguiendo fantasmas del pasado. Lo único que conseguiría con ello sería miradas de compasión y pena por parte de sus amigos y ya había tenido suficientes de esas miradas.

Llegaron a casa hacia las cinco, cansados y con ganas de dormir. Anna había dispuesto un par de colchones hinchables, que Raúl y Sergio habían hinchado, en el comedor para acomodar a sus invitados. Tras un sorteo, Anna y Marta dormirían en la cama de Anna; Sergio y Laura compartirían colchón y Raúl tuvo la suerte de tener un colchón hinchable para él solo.

A pesar del viaje, la actividad, el cansancio, Raúl no podía dormir. Se quedó escuchando los ruidos nocturnos de aquella casa ajena. La respiración ligera de Laura, los suaves ronquidos de Sergio. Entonces sintió una presencia a su espalda. Un ligero cambio en el colchón, como si otra persona se hubiera estirado con él. Notó un extraño frío acariciarle la espalda.

Tenía miedo de girarse. Tenía miedo de girarse y ver a Silvia allí con él. Pero más miedo tenía de girarse y no ver nada. Debía hacerlo, tenía que hacerlo. Se giró.

Sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad, pero aún así tuvo cierta dificultad en distinguir lo que estaba viendo. Lo único que asomaba bajo la sábana era media cabeza, la frente, los ojos. Pero no tenía un aspecto sólido, tenía que concentrarse para verlo. Entonces, Silvia le habló. Susurraba y su voz era apenas un suspiro, pero pudo oírla sin dificultad.

Cuando Silvia terminó de hablar, Raúl se levantó con cuidado de no hacer ruido. Estaba cerca de la cocina y no tuvo problemas en encontrar un cuchillo.



Raúl seguía sin poder creérselo. Allí estaba Silvia, arreglándose el pelo. Era un milagro.

-Te quiero.

Silvia le miró sonriendo y contestó:

-Yo también te quiero.

Antes de salir, Raúl se aseguró de que no olvidaran nada. El sofá tapaba los cuerpos y la sangre, así que nada arruinaba la fantástica vista que tenía el piso de Laura. Salieron cogidos de la mano.

Raúl abrió la puerta caballeroso a una señora con la que se cruzaron al salir del edificio. La señora le agradeció el gesto y no pudo evitar sonreír al ver la pareja que se marchaba. Sintió cierta envidia al ver lo jóvenes que eran y lo enamorados que estaban. Porque se notaba, solo con mirarles a la cara, que aquella pareja se quería con locura.

28 dic 2012

ADICTA

Ariadna Burroucs se reconoció al mirarse en el espejo, algo que hacía tiempo que no pasaba. El pelo tras ser lavado y cepillado volvía a tener aspecto sano y brillante. Había ganado algo de peso, así que la cara excesivamente delgada, con rasgos tan afilados que podían cortar, había recuperado su aspecto natural. Se encontraba perfectamente, lista para matar a Víctor.

Salió de casa después de asegurarse de que no se clavaría accidentalmente el cuchillo que llevaba en el bolso. Fue caminando hasta la estación de metro. En el andén esperaba que llegase el tren mirando a la nada, sin oír el ruido de conversaciones, la música ambiente, nada. Llegó el tren, se subió y se quedó de pie en el vagón, apoyada en una barra metálica, su mente lejos, muy lejos.

Ariadna vio por primera vez a Víctor una noche que ella y un grupo de amigas salió de fiesta. Iban a entrar en el Ovella Negra cuando una de ellas le señaló a Ariadna un grupo de barbis y jimans que se paseaba arriba y abajo por la calle. Como siempre, alrededor de ellos había hombres y mujeres ansiosos dispuestos a gastar montañas de dinero y hacer lo que hiciera falta para pasar un rato con uno o una de ellos. A Ariadna siempre le parecieron patéticos. Se fijó en uno de los jimans, un atractivo hombre de cabello negro y rasgos griegos, que tenía ante él dos solicitantes, un hombre que tenía pinta de ejecutivo y una chica joven. Las amigas la arrastraron dentro del local y no supo con quién se fue finalmente el jiman, aunque suponía que la chica joven.

Ariadna salió del metro y fue caminando hasta la zona donde los jimans y las barbis captaban a sus clientes. Mientras caminaba recordó cómo volvió a  encontrarse a Víctor, en una fiesta que dio la amiga de una amiga. Tras saludar aquí y allá, se dio un pequeño paseo por la casa, observando con curiosidad a aquellos que no conocía. Entre el grupo de desconocidos estaba Víctor, aunque ella todavía no sabía que se llamaba así, que discretamente iba escuchando las ofertas que le hacían los invitados a la fiesta. Ariadna no se sorprendió por ver un jiman en la fiesta, desde hacía un tiempo se había puesto de moda tener uno, o su equivalente femenino, en las fiestas que quisieran tener cierto toque moderno, rompedor o, simplemente, epatar a los invitados. En parte supuso que funcionaba, ya que ella no se habría imaginado nunca estar en una fiesta donde alguien tenía suficiente dinero como para tener un jiman a disposición de los invitados.

Las horas fueron pasando, Ariadna hacía por lo menos dos horas que se quería ir a casa pero continuaba viéndose atrapada en conversaciones que la aburrían. Cuando tuvo la oportunidad, fue al lavabo a refrescarse un poco. Salió y se quedó mirando los invitados reunidos en el comedor, conversando mientras de fondo el alcohol había facilitado la sustitución de cualquier atisbo de modernidad por la nostalgia que salía ahora de los altavoces, a un volumen razonable, por supuesto, no fuera que los vecinos se molestaran.

–Creo que encajas aquí menos que yo. –Ariadna se dio la vuelta para ver al jiman sonriendo. –Me llamo Víctor.

–¿Qué has querido decir?

–Que me llamo Víctor.

–No, antes. ¿Qué es eso de que no encajo?

–Bueno, no te lo tomes a mal. Es sólo que llevo aquí toda la noche, observando, estudiando a aquellos que se me acercan y, en particular, a los que no se atreven. Vamos, estudiando clientela. Todos aparentan ser súpermodernos, estar a la última, pero no dejan de ser niños sintiéndose muy adultos porque se han bebido su primera cerveza. Míralos. –Con un gesto, Víctor le señaló la escena que ella observaba antes. Ahora, mientras unos bebían y reían, otros bailaban al ritmo de Pat Benatar. –Presos de una adolescencia que no les dejará escapar nunca.

Ariadna, que siendo sincera no le desagradaba tampoco correr con las sombras de la noche, se sintió feliz por la manera en que Víctor había transformado algo que ella llevaba sintiendo toda la noche en algo positivo, ya que se había culpado a si misma por no sentirse parte del grupo reunido aquella noche, como si el fallo estuviera en ella y no en el hecho de que aquellas personas eran pretenciosas, inmaduras, vulgares. En realidad, le daba igual aquella fiesta y aquella gente, pero estaba allí porque se suponía que es lo que tenía que hacer.

Bajando la voz hasta convertirla en apenas un susurro, Víctor le dijo:

–Deja que te lleve lejos de aquí.

Ariadna sabía exactamente lo que eso significaba. A pesar de las veces que se había prometido no caer en obvias trampas, se dejó llevar por Víctor que la cogió de la mano y la condujo hasta el dormitorio más cercano.

−Relájate – le dijo mientras le desabrochaba la blusa que llevaba. Ariadna no podía evitar sentirse tensa y nerviosa. Y excitada.

Con un gesto, Víctor le indicó que se estirara en la cama. Él se estiró a su lado, levantándose la camiseta negra ajustada que llevaba. Los ojos de Ariadna se fueron hacia una especie de segundo ombligo que Víctor tenía justo debajo del esternón. Víctor lo acarició delicadamente y empezó a salir una especie de tentáculo que terminaba en una pequeña boca que se posó en el brazo izquierdo de ella.

–¿Lista?

Antes de que contestar, Ariadna sintió un pequeño pinchazo en el brazo. Por un momento, nada. Entonces empezó a sentir cómo olas cálidas le recorrían el cuerpo, en la base de la espalda sintió que se iba formando una burbuja de placer. Cada vez más hinchada, cada vez más hinchada, cada vez más… Y explotó. Aquello no era un río de placer, era un torrente salvaje que le cortó la respiración. Todo su cuerpo tembló. Y de nuevo se vio sumergida en el placer. Y otra vez. Y otra. Finalmente, cuando pensaba que se iba a volver loca de puro gusto, cesó, lentamente.

Se quedó un rato mirando el techo, hasta que oyó una puerta cerrarse. Se incorporó y vio que Víctor se había marchado. Se puso bien la ropa, no pudiendo evitar una aguijonada de culpabilidad por la humedad entre sus piernas.

Al día siguiente de aquella primera vez, a Ariadna le pareció que el mundo estaba apagado, gris. La comida estaba sosa, la bebida insípida. Cada vez que pensaba en el tentáculo de Víctor posándose en su brazo, sentía una nerviosa excitación en el bajo vientre. No había nada que se pudiese comparar a aquella experiencia, nunca antes había sentido nada semejante, nadie la había hecho sentir nada igual. Ni siquiera ella misma. La noche siguiente al día de la fiesta se masturbó, pero los resultados fueron patéticos. Un petardo al lado de la bomba atómica que había experimentado. No le costó entender que hubiera gente que se hiciese adicta a ello. No ella, claro, ella no era iba a caer en ninguna adicción. Había estado bien pero mejor no repetir.

Dos días más tarde de su primera vez, se encontraba dando vueltas por la zona de los jimans y las barbis, igual que estaba haciendo ahora pero sin llevar un cuchillo en el bolso, buscando con la vista a Víctor. No le fue difícil encontrarlo. Mientras se encontraba escondida tras una esquina, Ariadna recordó aquel primer encuentro tras la fiesta con especial furia. Fue el encuentro que marcó la tónica de su relación. Se acercó a Víctor y antes de que ella pudiese decir nada, él le dijo:

–100 euros.

–¿Qué?

–100 euros por otro viaje.

¡Qué estúpida había sido! Para él solo había sido un trabajo más. Le habían pagado para que estuviese en la fiesta haciendo su trabajo. Había sido tan especial para él como petarse un grano. Esta realización hizo que Ariadna se sintiera a un tiempo humillada y enfadada. Se fue sin decir palabra. Tampoco dijo nada cuando regresó y, tras haber pasado por un cajero, le dio los 100 euros a Víctor, que la llevó a una habitación donde ella supuso que dormía cuando no estaba en la calle. Luego, de nuevo, el placer. Una vez terminado, Víctor la echó sin muchos miramientos y ella se vio de nuevo en la calle, donde la gente la miraba sabiendo exactamente lo que había estado haciendo. Pero aquella era la última vez. Se acabó.

Su resolución duró otro par de días. Pronto volvió a buscar más placer. Ella pagaba, Víctor se lo proporcionaba. El único cambio que hubo en la relación fue que cuantas más visitas hacía Ariadna, más hirientes eran los comentarios humillantes de Víctor.

Su cuenta de ahorros se fue vaciando rápidamente. Su presencia en el puesto de trabajo se volvió impredecible, hasta que la despidieron. Su teléfono poco a poco dejó de sonar. Su casa estaba cada vez más sucia y desordenada, se acumulaba el polvo, insectos atraídos por los platos sucios en el fregadero; Thomas Ligotti, William Gibson, Patricia Muñiz y Philip K. Dick entre otros formaban desordenados montones en el suelo. Nada de ello importaba. Solo existía el placer.

La cosa (no se atrevía a llamarlo relación) siguió así durante unos meses. Finalmente, una mañana, Ariadna tocó fondo. Se miró en el espejo y no se reconoció. ¿Quién era esa desconocida de pelo sucio y rostro demacrado? No podía ser ella, ella no era así para nada. Entonces supo que tenía que parar. Parar o morir, sus únicas opciones.

Dejarlo a palo seco fue duro, pero tuvo un incentivo que la ayudó en los peores momentos: ver a Víctor en un charco de su propia sangre. Tal vez no fuera un pensamiento muy edificador o positivo, pero cumplió su objetivo. Tras una ordalía que duró un mes, estaba limpia de nuevo. Y, ahora, estaba dispuesta a cumplir su sueño.

Ariadna observaba atenta los movimientos en la calle. Parecía que el turno de Víctor se había terminado y se disponía a marcharse. Ariadna le siguió tan disimuladamente como sabía, imitando lo que había visto en el cine. Extrañada, se dio cuenta de que Víctor no se iba a la habitación que ella había asumido era su casa, sino que se internaba por callejones, adentrándose más en la zona antigua de la ciudad. ¿Adónde iba? Finalmente se detuvo en una casa de aspecto anodino. Mientras estaba distraído abriendo la puerta, Ariadna aprovechó para acercarse silenciosamente a su víctima sacando el cuchillo de su bolso. Víctor debió notar algo, porque se dio la vuelta justo cuando Ariadna se disponía a atacar, e intentó esquivarla. No lo logró del todo, el cuchillo le hizo una herida profunda en el brazo. Víctor se metió dentro del portal, Ariadna logró entrar antes de que se cerrara la puerta.

Observó el portal donde había entrado. Las paredes tenían un extraño aspecto terroso, una escalera iba hacia arriba, otra hacia abajo, muchas puertas. Víctor parecía haber desaparecido, pero no le costó ver por donde se había ido, la herida que le había hecho sangraba lo suficiente para dejar un rastro. Ariadna siguió aquel hilo carmesí por el laberinto de escaleras y habitaciones que era ese edificio. El rastro la llevó hasta una puerta entreabierta. Extraño, probablemente una trampa. De todas formas, entró.

Entró en una espartana habitación. El único mueble era una cama. Ropa, libros, unos cuantos CD (pero ningún equipo de música, al menos que ella pudiera ver) formaban ordenados montones en el suelo. Notó un movimiento a su espalda, una sombra en el rabillo del ojo, y Ariadna se dio la vuelta para ver a Víctor lanzarse sobre ella armado con algo de lo que solo pudo ver un borrón mientras lo esquivaba. Era un bate. Ariadna, al esquivar el golpe, tropezó con la cama y cayó al suelo. Víctor se adelantó para dejarla fuera de combate de un batazo, ella se dio la vuelta y utilizó libros y discos como proyectiles. Un libro le dio en la frente, dejándole momentáneamente aturdido. Ariadna lo aprovechó para hundirle el cuchillo en el pecho, descargando toda su furia y odio en cada puñalada. Se detuvo agotada y se sentó en la cama, sin saber que se suponía que tenía que hacer ahora.

No supo cuánto tiempo llevaban allí, pero Ariadna se fijó en que había tres personas mirando la escena en la habitación desde el pasillo. Demasiado aturdida y cansada para hacer nada al respecto, simplemente se quedó mirando a aquellos desconocidos, dos hombres y una mujer, que deberían rondar los sesenta años. Una vez descubiertos, los tres entraron y estudiaron de más de cerca el cadáver. Los hombres se le acercaron y con gestos no faltos de amabilidad, le indicaron que se estirara en la cama. Ella obedeció, no se le ocurría que otra cosa hacer. Mientras los hombres la acomodaban en la cama, la mujer desconocida cogió el cuchillo, todavía clavado en el hombro de Víctor, le levantó la camisa al muerto y extrajo el tentáculo que tanto placer le proporcionara en el pasado a Ariadna. La mujer utilizó el cuchillo para separar el tentáculo del cadáver con un gesto rápido y eficiente. El tentáculo se agitaba con movimientos débiles en la mano de la desconocida, que se sentó a horcajadas sobre Ariadna. Entonces, empezó a salir de su aturdimiento, pero era demasiado tarde para Ariadna. Los hombres la sujetaban inmovilizándola completamente, la mujer le tapó la nariz obligando a Ariadna a abrir la boca, la mujer con un simple gesto de su mano hizo que el tentáculo se deslizara dentro de la boca de Ariadna. Pudo sentir como bajaba por su garganta y empezó a sufrir convulsiones, hasta que se desmayó. Cuando Ariadna perdió el conocimiento, los tres desconocidos abandonaron la habitación.

Ariadna se despertó sin saber cuánto tiempo había pasado inconsciente. Tras un momento, notó que seguía en la habitación de Víctor, casi esperaba despertarse en una celda, pero la habitación estaba cambiada. No había rastro de sangre, el cadáver de Víctor había desaparecido. Además, también habían desaparecido las pertenencias del difunto, en su lugar reconoció su ropa, sus libros, su música. Supuso que debería sentir miedo, inquietud, algo, pero lo único que notaba era un vacío. Un vacío en su pecho.

Siguiendo una voz interior, se levantó. Se sentía hambrienta, además de vacía, pero no pasaba nada. Sabía adónde ir y qué hacer. En la calle la aceptaron como una más, nadie pareció preocuparse por la ausencia de Víctor. Y si a ellos no les importaba, menos le importaba a ella. Ahora solo le importaba llenar el vacío que sentía dentro y eso sabía cómo conseguirlo, por lo menos durante un tiempo.


20 oct 2012

La casa del dolor de Marta

    Lo que te voy a contar ahora sucedió realmente. Puedes comprobarlo:
    El dos de julio de 1932, el guionista y director de cine Paul Bern se casó con la sex symbol de la época Jean Harlow. Dos meses más tarde fue encontrado desnudo con un disparo en la cabeza en su mansión de Beverly Hills. La investigación que se hizo entonces llegó a la conclusión de que se trataba de un suicidio y para evitar escándalos los representantes de la MGM crearon una explicación y pruebas para la misma. La razón que dieron para el suicidio de Bern fue que era impotente. Se encontró una nota cerca de su cuerpo que creaba más preguntas y no aclaraba nada. A día de hoy siguen habiendo rumores y teorías que aseguran que Bern fue asesinado.
    En 1966, la casa de Bern pertenecía al peluquero Jay Sebring. Una noche, Sharon Tate, su amante entonces, se despertó sobresaltada una noche. Cuando encendió la luz se vio sorprendida por una fantasmagórica figura que según Tate se parecía a Paul Bern. Tate salió corriendo del dormitorio para encontrarse un horror mayor: otra figura fantasmal. Esta otra aparición era una figura encapuchada que estaba atada al pie de las escaleras y la cual sangraba abundantemente por su garganta cortada. Si bien el rostro no se veía, Tate tuvo la sensación de que se trataba de ella misma o su amante Jay Sebring.
    En 1968, Tate tenía una nueva pareja: el director de cine Roman Polanski. Polanski acababa de triunfar con su película La semilla del diablo, en la que se representaba a una secta satánica. En la noche del nueve al diez de agosto de 1969, mientras Polanski se encontraba fuera del país por una película, en su casa se encontraban Sharon Tate, entonces embarazada de Polanski, Jay Sebring, Wojciech Frykowski y Abigail Folger; todos ellos fueron asesinados por la secta de Charles Manson, la Familia.
    Manson creía que la canción Helter Skelter escrita por John Lennon era una señal para empezar su racha de asesinatos. En 1980, Lennon fue asesinado a la puerta de su casa, que entonces se encontraba en el edificio Dakota de Nueva York. Edificio en el cual Roman Polanski había filmado el clásico La semilla del diablo.
    Todo lo que te voy a contar a continuación es mentira.

    Marta Duna entró en el café Miralls de Barcelona, se sentó en una mesa del fondo, dejó su teléfono móvil encima de la mesa, pidió un cortado y se puso a leer Postales de Invierno de Ann Beattie mientras esperaba que llegase Romeu Torba.
    Llevaba cinco minutos esperando cuando el móvil empezó a vibrar sobre la mesa. Marta miró quién llamaba y contestó.
    -Ey, Laurota, ¿qué pasa?
    -Dime, ¿qué haces el viernes?
    -No sé. De momento nada. Depende de cómo vaya con el Romeu.
    -Pues ya tienes plan para el viernes. ¿Te acuerdas de cómo fue escuchar la canción bizarra?
    Laura Miró, la amiga con la estaba hablando Marta, se refería a la canción We All Love Peanut Butter de One Way Streets. Marta y Laura la escucharon por primera vez una tarde que estaban en casa de Laura fumando porros y escuchando música garage de los años sesenta. Ambas se quedaron fascinadas por la extraña y apocalíptica letra de esta canción.
    -Pues he encontrado un espectáculo que es casi lo mismo. No se parece a nada que hayas visto antes.
    -Vale, mira, ya hablaremos más tarde que puede llegar ya pronto.
    -Vale, venga. Que haya suerte. Un beso.
    -Un beso. Hablamos.
    Marta colgó. El deseo de buena suerte por parte de Laura tenía su origen en la complicada relación que habían mantenido en los últimos meses Marta y Romeu. Habían empezado a salir hacía casi seis años, al poco de empezar ambos a estudiar en la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona. Y al principio todo era maravilloso como suele ser. Es por eso que al cabo de sólo tres años empezaron a vivir juntos. Demasiado pronto, según amistades de ambos. Pero ¿qué más daba lo que dijeran los demás? Ellos no sabían lo bien que estaban juntos ni lo lógica que era aquella decisión desde todos los puntos de vista.

    Al cabo de un año de vivir juntos las discusiones entre ellos eran cada vez más frecuentes. Una noche que Romeu salió con sus compañeros de trabajo, se enrolló con una chica con la que ligó en un bar al que fueron a tomar unas cervezas. La chica se llamaba Joanna y él nunca supo como se apellidaba. Se apellidaba Clima. Se empezaron a besar y a buscarse con las manos entre la multitud que llenaba el local. Más tarde fueron a casa de ella y se pusieron a follar. La primera vez él se corrió antes que ella, pero la segunda vez ella también se corrió.
    Joanna estudiaba Bellas Artes, tenía un bonito pelo negro y ojos grandes. Se parecía a Barbara Steele. Le gustaba escuchar a Sufjan Stevens y a April March. Unos meses más tarde de follar con Romeu se casó con un ejecutivo de La Caixa y dejó los estudios.

    En otra ocasión, Marta salió con sus amigas de la universidad a celebrar que habían aprobado una asignatura particularmente complicada. Mientras bailaban en la disco Karma, Marta se fijó en un atractivo chico que la miraba mostrando interés. Marta se apartó de su grupo y se acercó al chico para evitar llamar la atención de sus amigas. “Voy al lavabo”, les dijo. Él se llamaba Pep, Mata nunca supo su apellido pero era Lib. A Marta le gustó y quedaron fuera. Se despidió de sus amigas alegando cansancio, aunque el lunes le explicó a Laura lo que realmente había pasado, cosa que Laura ya se olía.
    Fueron a casa de él. Marta tuvo un primer orgasmo mientras Pep le hacía un cunnilingus y un segundo mientras follaban. Pep le hizo una foto a Marta desnuda y la guardó como recuerdo. Marta normalmente no habría aceptado pero se encontraba en un estado de mareada satisfacción que la llevó a decir sí.
    Pep guardó la foto durante años y nunca se la enseñó a nadie. Cuando a los ochenta años Pep murió, la foto fue encontrada por una de sus nietas, Mireia Dai. Mireia empezó entonces a investigar quién era aquella desconocida pero jamás lo averiguó. Escribió un libro relatando la experiencia que se convirtió en un gran éxito de ventas. El libro se tituló Media Luna por una pequeña marca de nacimiento que tenía Marta sobre el ombligo.

    Incidentes como estos no fueron aislados. Ni Marta ni Romeu fueron conscientes de las infidelidades del otro. Esto no ayudó a su relación. La convivencia entre los dos se empezó a hacer tensa, malo, o aburrida, peor. La verdad era que Marta seguía queriendo y mucho a Romeu y él a ella igual, pero a veces el amor no es suficiente.
    A mitad del sexto año de relación decidieron darse un periodo de reflexión. Un periodo en el cual cada uno por su lado analizaría la relación y decidirían que hacer.
    Una noche, durante este periodo de reflexión, Laura sacó a Marta de fiesta porque la veía muy deprimida. Fueron haciendo ruta por los bares del Barrio Gótico. En uno de estos locales Marta conoció a Sastre, que en realidad se llamaba Hugo, y se enrollaron sentados en un sofá, ignorados por el resto de las personas que se encontraban allí. Quiso el destino que Romeu entrara en aquel mismo local y viera a Marta enrollándose con Sastre, aunque él no sabía como se llamaba el tío con el estaba Marta. Romeu pidió a los amigos con los que estaba que salieran de allí inmediatamente.
    Al cabo de un par de días Romeu se enfrentó a Marta y le pidió explicaciones. Tras una larga y amarga discusión, Romeu dio por terminada la relación.
    Fue un duro golpe para Marta. A veces se ponía a llorar en el trabajo y la mandaban a casa. En casa, que compartía con Laura, hacía poco más que quedarse tirada en la cama, escuchando The Shangri-Las, Glasvegas y la canción It’s Raining On Prom Night del musical Grease hasta el punto que Laura amenazó con tirar el CD por la ventana si no dejaba de escucharlo.
    Al cabo de un par de semanas se volvieron a ver Romeu y Marta. Empezaron intentando hablarse de forma civilizada y acabaron enrollándose. De forma esporádica durante las siguientes semanas se acostaron juntos.
    Aquella tarde que Marta esperaba que Romeu llegara, tenía la esperanza de que fuera el primer paso para darse una segunda oportunidad y volver a salir juntos de forma oficial.
    Al cabo de unas cuantas páginas Marta no se acababa de decidir sobre si el libro era muy divertido o muy triste y también se dio cuenta de que Romeu llegaba media hora tarde. Algo que no era normal en él. Tal vez se había estropeado el metro. Marta no le dio excesiva importancia. Sin embargo, cuando pasada una hora él todavía no había llegado, Marta le llamó.
    -Hola, oye, ¿qué pasa que no has llegado todavía?
    -¿No has visto el mail que te he enviado?
    -Eh, no. ¿Qué mail?
    -El mail en que te digo que ya no quiero que nos veamos más, que doy lo nuestro por acabado y que ya no me interesas.
    -…
    -Tendrías que mirar el correo más a menudo. En fin, ya lo sabes. Por mi parte todo ha terminado.
    -…
    -Bueno. Pues adiós.

    Cuando Marta tenía ocho años se cayó de un árbol al que había trepado para enseñarle al idiota de Marc Dufi que podía trepar por cualquier árbol. En un primer momento no sintió nada cuando cayó al suelo. Poco a poco el dolor se fue extendiendo desde sus posaderas. En su cabeza, Marta vio como se extendía una mancha de vino cuando la absorbía una servilleta de papel. Entonces empezó a llorar.
    Aquel momento en el café Miralls fue bastante parecido. Al principio Marta se había quedado demasiado aturdida para responder nada. Después de que Romeu colgara se quedó quieta con el móvil todavía pegado a la oreja como si siguiera hablando. Poco a poco dejó el teléfono sobre la mesa. Pagó el cortado, recogió sus cosas y se fue para casa. Mientras caminaba de vuelta a casa la gente se quedaba mirando su pálida cara y su expresión de absoluta desolación. Una vez llegó a casa dejó sus cosas y se fue al lavabo. En el lavabo vomitó y vomitó hasta que se quedó vacía. Entonces se sentó en el suelo y se puso a llorar. Al cabo de tres horas paró de llorar, se levantó, se estiró en el sofá del comedor y se quedó dormida. Así fue como se la encontró Laura.

    Al día siguiente Laura y Marta hablaron de lo que había pasado. Marta le explicó lo que había pasado. Laura la escuchó.
    -La verdad que me parece que ayer lo saqué todo. Toda la angustia, la tristeza, el no saber… todo fuera. Es casi un alivio saber que se ha terminado este jugueteo. Por otro lado me jode que terminase todo así. Ni siquiera tuvo  el valor, el coraje de terminar con todo a la cara, ¿sabes lo que te digo? Quiero decir, terminar con seis años de relación con un mail. Joder, ¿qué bajo es caer eso? Es como si todo este tiempo que hemos pasado juntos no hubiera significado nada. Me siento como si hubiera desperdiciado toda una parte de mi vida, ¿sabes? Y lo peor es que aún hay una parte de mí que quiere estar con él. Que le quiere.
    -Mujer, claro. Porque tú no has terminado la relación, para ti sigue activa, aún palpitaba cuando él dio puerta. El trabajo que tienes ahora es ir podando, ir quitando todo lo que te ha dejado dentro. Que con lo que ha hecho tampoco debería ser muy difícil. Además, todos pensábamos que no pegaba nada para ti de todos modos.

    Los días pasaron. Marta se sentía triste, pero por periodos cortos. Poco a poco iba recuperándose de la traumática y definitiva ruptura. Marta pensaba que lo estaba llevando bastante bien hasta que se enteró de que Romeu estaba con otra chica. Este inesperado evento provocó una nueva recaída en una espiral de desprecio y baja autoestima. La piedra de toque fue descubrir que cuando cortó con ella ya estaría saliendo con esa… esa… tía. Seguramente por eso cogió la salida cobarde, para ahorrarse una escena porque ya estaba saliendo con otra. El desprecio y la baja autoestima dieron paso a la furia. La furia de nuevo dio paso a la baja autoestima y a la tristeza. Y de nuevo cambió. Y otra vez más. Un día Laura le dijo:
   -¿Cómo va todo por la casa del dolor?
    -Comfortably Numb. De aquella manera.     
    -Oye, no sé si te acuerdas pero el día que cortasteis tú y Romeu te dije de ir a un sitio nuevo, algo diferente que había descubierto.
    -Vagamente, para que te voy a engañar.
    -¿Te acuerdas de aquella web en la que salían postales donde la gente escribía algún secreto y luego lo dejaban por ahí y alguien las sacaba luego por la web?
    -Eh, sí. Que luego eso lo sacaron en un capítulo de C.S.I. Nueva York.
    -Efectivamente. Pues ahora lo hacen en vivo.
    -¿Cómo en vivo?
    -Pues que tú te sientas en un sitio oscuro para que no te vean y va pasando gente por una especie de escenario desde el cual pues, eso, cuentan secretos y cosas que no sabe nadie más. Hay gente que va de público y gente que va a confesar, como si dijéramos.
    -Qué tontería. Seguro que los que confiesan son actores, no personas de la calle.
    -Tía que sí. Que ya he ido una vez y eso no son actores ni nada, es gente corriente.

    El viernes fue el día escogido. No fueron a un teatro exactamente. Laura llevó a Marta por callejuelas y más callejuelas hasta que finalmente se pararon frente a una gran puerta, como las de las antiguas masías. Antes de que Laura llamase, Marta le cogió el brazo.
    -Mi sentido arácnido me dice que no tendríamos que entrar. Me parece que no me acaba de apetecer después de todo.
    -Pero si ya estamos aquí. Relájate que ya verás que está muy bien.
    Laura llamó tres veces y la puerta se abrió. Marta fue arrastrada por Laura a través de un oscuro pasillo hasta que entraron en una habitación donde había una serie de sillas puestas en fila, la mayoría ocupadas. Al poco de sentarse se apagaron las luces. Una cortina se abrió descubriendo una ventana que daba a una habitación iluminada en la que se veía una solitaria silla. Marta se dio cuenta entonces que era uno de esos espejos de un sentido que había visto en infinidad de películas. Entró una joven de cabello castaño y aspecto anodino. Se quedó mirando su propio reflejo, imaginó Marta, intentando dilucidar si había alguien al otro lado. Por unos segundos eso fue todo lo que hizo. Después de volver a mirar a su alrededor tomó aire, se quedó con la vista al frente y dijo:
    -Perdí la virginidad con mi hermano.
    La confesión fue recibida en silencio. A la chica se le subieron los colores a la cara, como si hubiese estado corriendo o haciendo el amor. Se levantó y se fue. Tras esa primera intervención a Marta no le quedaba claro que no acababa de ver la representación de una actriz. Pero eso era sólo el principio.
    Por aquella habitación fueron desfilando diferentes personas de diferentes aspectos. Un hombre con aspecto de ejecutivo: “lloro por las noches”. Una mujer de mediana edad: “no me gustan mis hijos”. Un hombre que parecía un vagabundo: “le robé a un compañero”.
    A medida que fueron pasando los confesores, Marta se sentía cada vez más aburrida. Fueran actores o no, no le encontraba la gracia a aquello de quedarse sentada escuchando las miserias de los demás. La respuesta de Laura a eso era que la clave estaba en que todos formaban parte de la performance. La obra la creaban tanto los espectadores como los confesores. Para Marta todo seguía siendo aburrimiento y morbo barato. Estaba por irse porque lo único que había sacado de la experiencia hasta ese momento era un tremendo dolor de culo por estar sentada mucho rato en unas sillas incómodas. Se iba a levantar cuando entró otra chica en la cabina de las confesiones, como la había bautizado Marta. Conocía a esa chica, estaba segura. Mientras miraba como se sentaba se devanó los sesos pensando dónde la había visto antes. La chica contó su secreto y se fue.
    Cuando salían Laura le preguntó cual era su conclusión final de lo que acababan de ver.
    -No sabría que decirte. Por un lado, es casi pornográfico quedarte ahí sentada escuchando las intimidades más íntimas de la gente, sean o no reales. Y como el porno puede resultar muy excitante y muy aburrido, dependiendo de, bueno, de la persona que haga la confesión.
    -Yo lo encuentro muy fascinante. Y por el lenguaje corporal te diría que no son actores actuando. Que es gente de verdad. Porque no conozco actores tan buenos.
    Continuaron la discusión de camino a casa.

    El lunes siguiente, Marta iba hacia el trabajo en metro. Subiendo al mismo vagón que ella, vio a la chica del secreto. Claro. A lo mejor le sonaba de esto. De ir juntas en el metro por la mañana al trabajo. La observó sin que la chica se diera cuenta. La Chica, como había pasado a denominarla Marta, era alta y pelirroja natural, o al menos no parecía teñida. Llevaba gafas de pasta negra, tenía pómulos altos y labios carnosos pero no en exceso. Iba escuchando música con un Ipod. Al bajar en su parada pasó al lado de la Chica y por lo poco que pudo escuchar pensó que lo que escuchaba era Patterns de Band of Skulls.
    El metro se alejó con la Chica dentro. ¿Dónde debería trabajar?
    Terminó su jornada laboral y volvió para casa. De nuevo en su hogar, se conectó a internet para ver el correo y ponerse al día. Entre los mensajes recientes, uno de Romeu. Se quedó helada por un momento. En el asunto ponía simplemente: lectura salón cisne. Lo abrió y sólo ponía que iba a realizar una lectura de poemas en la librería Cisne Roto dentro de una semana. Se lo había enviado a un montón de gente, ni siquiera era un mensaje donde la invitara especialmente, simplemente era una dirección más entre todas las que había incluido. El llanto empezó sin que se diera cuenta.

    Más tarde, Laura le dejó un té en la mesita de noche.
    -Aquí tienes. No irás a la lectura que hará, ¿no?
    -No, claro que no.
    Pero ambas sabían que sí iría.

    Dijo que estaba enferma y no fue a trabajar. Se fue al metro a la misma hora de siempre. Allí estaba la Chica. Hizo el trayecto como siempre, pero al llegar a la parada donde normalmente se apeaba bajó para volver a subirse a otro vagón. Desde ahí podía fijarse en la Chica sin que ella la viera. Cuando la Chica bajó, Marta la siguió para ver donde trabajaba. Esperó por los alrededores hasta que la Chica terminó su jornada y volvió para casa.
    Al día siguiente fue a trabajar como siempre. Al terminar, calculó la hora en que el metro de vuelta de la Chica pasaría con ella dentro de vuelta a casa. Y allí estaba. No le costó averiguar donde vivía la Chica.

    Laura le preguntó que hacía tanto tiempo fuera de casa, alegre del cambio producido en ella, ya que no se pasaba el día encerrada en casa. Marta se encogió de hombros. Lo que había estado haciendo era seguir a la Chica. Desde la distancia. Un impulso dentro de ella le mandaba hacerlo desde que la vio en la performance y supo su secreto.

    El Cisne Roto era una librería que tenía unas mesas donde la gente podía sentarse a beber café, un zumo o una cerveza mientras leía lo que había comprado o, como en aquella ocasión, escuchar poetas noveles recitando sus creaciones. Marta llegó no muy tarde y se sentó en una mesa lo más alejada posible del escenario, preferiblemente en Marte. Escondida tras su cerveza, vio a algunos conocidos y conocidas que también la vieron a ella y la saludaron con la cabeza. Por supuesto, en primera fila estaba sentada la nueva novia de Romeu, rubia y angelical como la asquerosa que era.
    Marta no tardó en darse cuenta de lo mala que había sido aquella idea en cuanto Romeu empezó su lectura. Cada poema era como una bofetada: Borrada, Doble cara, Te olvido en martes, Masticando corazones… Marta pudo sentir durante la breve lectura las miradas de la gente que la conocía que estaban entre el público. Decían algo, la miraban y volvían a decirse algo. Por un momento se sintió como si estuviera desnuda delante de un montón de desconocidos. Como si estuviera desnuda delante de un montón de desconocidos y estos la señalasen y se rieran y gritaran: ¡barriguita, barriguita!
    Salió tambaleándose como si estuviera borracha. De hecho, un poco aturdida sí que estaba. Sentía un remolino agitarse en su interior. Pero no lloró. No lloró al salir de la lectura y no lloró cuando llegó a casa y se estiró en su cama. El techo no había cambiado desde la mañana.

    Pidió un día de asuntos personales en el trabajo. Se quedó leyendo Snuff de Chuck Palahniuk en un bar mientras esperaba que la Chica saliese de trabajar. Cuando llegó la hora, Marta la esperó en la puerta. Cuando la Chica salió se paró, sorprendida al ver que Marta se le acercaba. Se miraron la una a la otra durante unos segundos. Marta dio un paso al frente y abrazó a la Chica murmurando unas palabras.
La Chica le devolvió el abrazo.

20 abr 2012

Susana Martínez era una excelente empleada

(para escuchar mientras se lee)


The seaweed on the shore cries out,
But only it knows what about..
Edward Gorey, Verse Advice

(El alga en la orilla lanza un chillido,
pero sólo ella sabe el motivo.
Consejos en verso)

    Marta Lumen llegó cansada de trabajar. En realidad, asqueada sería un término más exacto.
    
    Marta Lumen llegó asqueada de trabajar. Cerró la puerta de casa al tiempo que soltaba un suspiro.

    -Holaaa… ¿Hay alguien?

    Por alguien, Marta se refería a su compañera de piso, Florencia Masson. No recibió ninguna respuesta, estaba sola en casa. Entonces se duchó, se puso el pijama, se sirvió una copa de vino, se sentó en el sofá cómodo del salón y se puso música. Nellie McKay empezó a sonar. Aparte de la copa de vino, con ella llevaba Happiness ™ de Will Ferguson. Se estiró como una gata en el sofá soltando un suspiro, este de placer.

    Abrió el libro. En el mismo y preciso instante que empezó a leer la primera palabra de la primera frase en la que había dejado anteriormente el libro, empezó a sonar su teléfono móvil.

    Se levantó y fue a su habitación a coger la maldita cosa.

    -¿Diga?

    -¿Hablo con Marta Lumen?

    -Sí, yo misma.

    -¿La señorita Marta Lumen es usted?

    ¿Realmente me ha llamado “señorita”? Que años sesenta, pensó Marta.

    -Sí, soy yo.

   -Verá, la llamo porque hace un mes usted realizó una entrevista con nosotros y nos gustaría saber si todavía está interesada en el puesto.

    -Sí, sí. Sigo interesada, muy interesada. Pensaba que ya se había cerrado la oferta, que el puesto ya no estaba vacante.

    -Y es cierto, pero hemos tenido algunos problemas con la candidata que habíamos elegido y hemos tenido que dejarla ir. Como usted era la siguiente mejor opción…

     Vaya, eso no suena precisamente halagador.

    -En fin, si todavía le interesa el puesto es suyo.

    -Oh, muy… bien, sí. Pues… ¿cuándo os va bien que me incorpore?
            
***
           
    El edificio de la Empresa se alzaba hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Ésa es la impresión que tuvo de él Marta una vez llegó en su primer día de trabajo allí. Con paso decidido entró y fue directa a los ascensores, marcó el 40 y se preparó para empezar el primer día del resto de su vida. No más languidecer en trabajos sin salida. Había llegado el momento de la verdad.

    Cuando el ascensor llegó al piso 40 y abrió sus puertas, Marta salió con paso firme y decidido… y se dio cuenta de que no tenía ni idea de adónde ir.

    ¿Es posible que hayan cambiado la planta entre el momento que me entrevistaron y ahora?

    Miró a la derecha. Un pasillo. Miró a la izquierda. Una puerta. Miró al frente. Otro pasillo.

    Siguiendo una intuición siguió el pasillo de la derecha. Cuando llegó a los lavabos dio la vuelta y siguió el otro pasillo que había visto. Bueno, era útil saber donde estaban los lavabos.

    Aquel pasillo, pasados un par de despachos, desembocaba en una gran extensión de cubículos que se extendían como un crucigrama tridimensional. Mirando aquí y allá para ver con quién empezaría a trabajar se dirigió al despacho del fondo. Aquel era el despacho de Miguel Luján, quién le había hecho la entrevista un mes atrás.

     Tímidamente llamó a la puerta.

     -¿Sí? Come in.

     -Hola, Miguel. Soy Marta, empiezo hoy…

     -Ah, sí, sí. Of course. Marta, adelante. ¿Qué tal? ¿Lo has encontrado todo bien?

     -Eh… sí. Ningún problema, no.

     -Ah, bien. Es que cambiamos la planta entre el momento que te entrevistamos y ahora, para funcionar con mayor eficacia, you know. Feng sui. Feeeeng sui.

     -Bueno, sí. Lo he notado, sí. Me parece muy… innovador.

     -Yo también lo creo. Te hemos encarado hacia el norte. Espero que no sea un problema.

     -No, no. Perfecto.

     -Venga, te acompaño.

     Miguel guió a Marta entre los cubículos hasta llegar al que tenía asignado. Era bastante ordinario: una mesa, una papelera, un ordenador. Las paredes estaban vacías. Al lado del ordenador había un cactus.

     -Pues mira, aquí tienes. Desde la empresa animamos a nuestros empleado a decorar su lugar de trabajo como les parezca bien para sentirse más a gusto. El cactus lo he puesto para que absorba las radiaciones del ordenador. Espero que no te importe. Do you mind?

     -Esta bien, gracias. Bien.

     -Perfecto, entonces. Te dejo a lo tuyo. Toma.

     Miguel le pasó un papel en el que había una serie de seis números y seis letras. Marta lo cogió y lo leyó intrigada.

     -¿Y esto es…?

     -Tu contraseña para el ordenador y la red interna.

     -Oh, claro. Bien.

     -Para cualquier pregunta, cualquier duda, cualquier cosa, en aquel cubículo de allá está… espera, que lo llamo. ¡Rudy! ¡Ruuuudy!

     Tres cubículos a la derecha del suyo, Marta vio como se levantaba un hombre delgado y bajito. Con el pelo peinado hacia delante tapando una calva, vestía una camiseta morada y pantalones amarillos. Se acercó con cara intrigada.

     -Este es Rudy. Rudy, Marta.

     Rudy le tendió la mano a Marta, que la estrechó brevemente.

     -Rudy es nuestro experto en computers. Por eso me gusta tenerlo al alcance de todos, right, Rudy? Bueno, je, je, je, os dejo a lo vuestro. Marta, ya sabes donde estoy. Bye!

     Miguel se fue de vuelta a su despacho.

     -En realidad me llamo Rodolfo. No me llames Rudy, lo odio.

     -Ah, vale.

     Sin más ceremonias, Rodolfo se sentó en la mesa de Marta, encendió el ordenador y cogió el papel de la mano de Marta. Una vez el ordenador se hubo iniciado, Rodolfo le señaló la pantalla.

     -Mira, aquí pones esta primera línea y le das al enter. Entonces, aquí pones la otra línea y le das al enter de nuevo y… ya está. Es fácil, ya puedes ponerte a lo tuyo.

     -Gracias. Bien.

     -Cualquier cosa, ya sabes donde estoy.

     -Sí.

     -Pues nada, shalom.

     Rodolfo volvió a su puesto.

     Marta se sentó. Notó con desagrado que en el poco tiempo que Rodolfo se había sentado en su silla la había dejado bastante caliente.

     Muy bien. A trabajar.

     Marta puso los dedos sobre el teclado. Miró su mesa vacía a excepción del cactus. Recolocó sus manos del teclado a sus muslos. Miró por la ventana que tenía a su izquierda. Abrió los cajones de su mesa, todos vacíos.

    No sabía que hacer. La pantalla del ordenador no le daba ninguna información. Pensó en levantarse a preguntarle a Miguel dónde estaba el trabajo que se suponía que tenía que hacer, ¿pero no la haría quedar eso como una idiota?

    Entonces una mujer alta, rubia, con la cara muy maquillada entró en su cubículo, de pronto muy pequeño, leyendo unos papeles que tenía en la mano.

     -Susana, hazme el favor de comprobar si estos informes…

     -Marta.

     -¿Eh?

     -Me llamo Marta. Marta Lumen. He empezado hoy aquí.

    -Oh, perdona, perdona. Yo soy Luisa. Estoy tan acostumbrada a ver a Susana aquí que he no me he acordado de que se había marchado.

     -No pasa nada. Tranquila. ¿Quieres que mire unos informes?

     -Sí, mira. ¿Ves estos flows de aquí? ¿Y estos inputs? A ver si me lo puedes arreglar.

     -Claro que sí. (¿De qué coño está hablando?) Yo te repaso los informes y los corrijo.

     -Ay, gracias. Y perdona por la confusión, ¿eh?

     -No, tranquila. Si no pasa nada.

     -Vale. Luego me paso a buscarlos.

     Marta empezó a leer los informes. Aparentemente trataban sobre la comercialización de unos osos de peluche. Mientras leía, le vino un extraño pensamiento a la cabeza.

     ¿No había dicho Miguel que habían cambiado la distribución de la oficina durante el mes pasado? ¿La tal Susana no se había marchado ya? En teoría, Luisa no había visto nunca a Susana donde estaba ella ahora. Marta sacudió la cabeza y alejó esos pensamientos sin sentido de la cabeza. Se puso a trabajar.

    Llevaba ya unas tres horas con los informes cuando le apeteció un café. Recordaba haber visto una máquina dispensadora de camino a los lavabos y para allí que se fue.

     Efectivamente, la máquina de café se encontraba allí. No muy diferente a cualquier otra máquina de café, ofrecía la típica selección. Metió unas monedas en la máquina y estaba a punto de apretar el botón del café con leche cuando alguien le habló a sus espaldas.

     -¡Espera! ¡No aprietes!

     Era Miguel, que venía hacia ella a medio correr.

     -Se me había olvidado. Toma, necesitas esto para la máquina de café.

     Miguel le dio un palo de unos diez centímetros.

     -¿Para qué es esto?

    -Veras, la máquina no va muy bien y a veces da calambres. Por lo que es mejor apretar los botones usando un palo. Todos tenemos uno. Venga, hasta luego.

     -Vale. Hasta luego.

     Marta apretó el botón con el palo que le acababa de dar Miguel. Pero no pasó nada. Apretó con más fuerza, pero nada. Miró la máquina. ¿Había hecho algo mal?

     -Hola, ¿qué tal? Eres la nueva, ¿no?

     Marta se giró hacia la nueva voz que le había hablado. Pertenecía a un hombre de unos treinta años, pelo al uno, muy pálido y con unos kilos de más. Vestía un traje rosa.

     -Sí. Me llamo Marta.

     -Hola, Marta. Me llamo Rubén. ¿No va la máquina?

     -Pues, no sé. Se me ha quedado las monedas.

     -¿Qué te habías pedido?

     -Un café con leche.

     Rubén, sin usar ningún tipo de palo, apretó el botón del café con leche con un dedo al tiempo que decía: ubik. La máquina empezó a servir el café con leche.

     -Ya está. Es que es un poco temperamental.

     Marta le dio las gracias a Rubén. Volvió a su cubículo pensando que Miguel le había tomado el pelo con el asunto del palo. Algún tipo de inocentada por ser la nueva, tal vez. ¿La gente todavía hacía aquellas cosas? En fin, mejor no darle más importancia de la que tenía. Volvió a concentrarse en los informes.

     Luisa volvió a pasarse por el cubículo de Marta, con más informes para repasar.

     -¿Ya has terminado? Perfecto, perfecto. ¿Puedes mirarme estos ahora, Susana?

     -Marta.

     -Ay, sí. ¿Puedes mirarme estos ahora? Gracias.

     Marta repasó aquellos informes. Y al cabo de un par de horas volvió a buscarse un café. Se fue para la máquina. Introdujo las monedas y apretó el botón del café con leche. En el mismo instante en que ponía su dedo sobre el botón, recibió una dolorosa descarga eléctrica. Soltó un pequeño grito de dolor y empezó a frotarse el brazo.

     -Acuérdate del palito. –Le dijo Miguel mientras se servía él mismo un café usando su palo para apretar el botón.

     Aquel día no sucedió nada más de interés.

***

   Después de un par de semanas trabajando allí, Marta empezó a acostumbrarse a las diversas excentricidades de la gente que trabajaba con ella. Eran una inagotable fuente de anécdotas que contar cuando quedaba con sus amistades para ir de fiesta. En aquel momento no les dio mucha importancia.

     Sin embargo, la cosa cambió al cabo de un mes. La planta en que trabajaba se preparaba para recibir la visita del director regional, Juan Lacos. Éste normalmente trabajaba en las plantas superiores, donde se encontraban las oficinas de dirección, sin embargo gustaba de visitar las plantas inferiores como una manera de animar a sus tropas.

     La mañana de la visita, Marta estaba procesando datos en su ordenador. El cubículo tenía ahora un aspecto más animado gracias a las fotos que había ido colocando donde se la veía de vacaciones o con amigos. Además, tenía distribuidos por la mesa algunos muñecos blandos.

     Llegó Luisa y Marta cogió uno de los muñecos.

     -¿No estás superemocionada con la visita de nuestro director regional, Susana?

     -Marta. –Empezó a apretar el muñeco con fuerza.

     -¿No estás superemocionada con la visita de nuestro director regional, Marta?

     -Sí, bueno. Tengo curiosidad por conocerlo, sí.

     -Ya verás, ya verás. Es superencantador.

     Luisa volvió a sus quehaceres, que Marta estaba convencida que eran inexistentes. Al cabo de un par de horas empezó a oírse un murmullo por toda la planta. La gente se levantó excitada. Marta se levantó curiosa y entonces vio por primera vez al director regional Juan Lacos. Era un hombre rubio que medía aproximadamente dos metros. Tenía la cara alargada y delgada, con unos ojos azules muy penetrantes. Caminaba rápidamente, deteniéndose de vez en cuando en algún cubículo. Detrás del director, un hombre, Marta supuso que su ayudante o secretario, corría con una pequeña grabadora con la que recogía todas las palabras que decía. Porque el director regional Juan Lucos hablaba sin parar, un monólogo ininterrumpido que ignoraba completamente a la persona frente a la que se paraba. Cada vez estaba más cerca de Marta.

   -Controlando el flow y el input, las mesas enfrentadas, lloran los narcisos, estadísticas de taburete, tenemos málagia. El patastrato frente la crina, datos datos datos, fluye el lunes, no más pastelillos. Sillas que miran mal, déjame que mire el feedback

     Se paró frente a Marta la miró con esos ojos azules estaban fijos en un desconocido más allá.

    -Cuando el suelo se derrite, mira las estrellas, dijo la puerta. Tenemos piernas, no sé donde, transparente se cae el tiempo. Altramuces. No, no, no, el gato de fuego. Castañas, tengo aire en las uñas…

     El director regional siguió su camino, su voz se convirtió en un lejano murmullo hasta desaparecer. Detrás el secretario o ayudante le seguía grabando todas y cada una de sus palabras.

     -Desconcertante, ¿verdad?

     Marta vio a su lado a Felipe, uno de los más normales que trabajaba allí. Estatura media, ni gordo ni delgado, iba vestido con un traje verde fosforito.

     -Sí que lo es. ¿Tiene alguna enfermedad o algo?

    -No. Está así desde que Jesucristo se le apareció en una visión y fue ascendido a director regional. Aunque teniendo en cuenta que somos una multinacional yo diría que más bien se le apareció Mammon. Pero, bueno, por algo yo no estoy en la dirección. En fin, hasta luego.

     La explicación la dejó aún más desconcertada.

***

     Una tarde Marta llegó a casa, dejó caer sus cosas en el recibidor, se sentó en el sofá del salón y se puso a llorar. Llevaba dos meses trabajando en la Empresa.

   Cuando Florencia oyó los sollozos de Marta y su inconfundible cualidad desesperada, fue inmediatamente a consolar a su amiga.

     -Pero, cariño, ¿qué te pasa? ¿qué tienes?

     -Están todos locos, Florencia. Locos. Ya no puedo más. Voy a acabar sonada como ellos.

     -Pero búscate otro trabajo, mujer. Si no estás bien tienes que largarte de allí. Dimite mañana mismo.

     -Es lo que quiero. Quiero dejarlo, irme y olvidar que alguna vez he estado allí.

     -¿Y por qué no lo haces?

     -¡Porqué no puedo!

     Marta siguió llorando una media hora.

***

     Llegó el día en que a Marta se le apareció el Wub. Ella no tenía ni idea, claro. Por ese motivo no hizo ningún tipo de preparación especial. Se encontraba tecleando tranquilamente, lanzando una lánguida mirada por la ventana de vez en cuando, no muy diferente del niño que aburrido en clase espera que llegue la hora del recreo. Y, de repente, el Wub estaba allí. Lo primero que notó fue su sombra. Extrañada giró la cabeza y lo vio.

    El Wub medía 1,99 metros exactamente. De color rosa carne, su cuerpo estaba cubierto por un exoesqueleto no muy diferente del de una cucaracha. En el torso tenía una serie de pequeños tentáculos que se agitaban dependiendo del estado de ánimo que tuviese. Su cabeza era redonda, sin nariz, presidida por dos grandes ojos de un desvaído color gris. Su boca tenía dos fuertes mandíbulas sobresalientes, como la boca de una araña. No tenía brazos ni manos ni garras, sus únicas extremidades eran dos piernas muy humanas, fuertes y torneadas como las de un atleta olímpico.

    Marta gritó y gritó. Se dejó caer al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos en un intento de protegerse.

     -¿Marta? ¿Te encuentras bien?

     Era Miguel. Levantó a Marta del suelo la cual miraba en todas direcciones, temerosa de volver a ver a aquella criatura. Miguel la acomodó en su despacho, le dio un vaso de agua.

     -Tengo que decirte que el Wub lamenta mucho haberte sobresaltado de esa manera. Desde luego, no era su intención asustarte, you know.

     -¿El… el Wub?

    -Eh, sí. El Wub. Nuestro director ejecutivo. Pero has estado haciendo un trabajo tan bueno que ha querido venir en persona a felicitarte. Eres muy afortunada. Very lucky girl.

     -¿Lo soy?

    -Pues claro que sí. ¿Sólo dos meses trabajando aquí y viene el Wub en persona a felicitarte? Mucha gente envidiaría tu suerte. Very, very lucky.

     -Vaya. Pues… pues no tenía ni idea. No.

     -Mira como te veo que estás algo alterada, go home un par de días y descansa. Entiendo que ver al Wub por primera vez puede ser algo aturullante. Anda, vete a casa y descansa.

***

    Cuando Florencia llegó a casa y vio que Marta ya estaba allí se preocupó. Últimamente Marta no era la misma, no sólo era que tuviese aspecto cansado sino que estaba muy tensa y nerviosa. Todo por ese estúpido trabajo.

     -¿Marta? ¿Todo bien?

     -Sí. No. Es que me he encontrado algo mareada. Creo que a lo mejor estoy pillando la gripe o algo. Me han dejado salir antes y tengo fiesta mañana. Voy a aprovechar para descansar.

     -Ah, vale, bien. Pues nada, si necesitas algo…

     -Pues, sí, mira. Si no te importa puedes ir a buscarme una cosa que se me ha olvidado en el trabajo. Si te va bien.

     -Claro que sí. No te preocupes.

     -Gracias.

***

    Florencia llegó a la dirección que le había indicado Marta. Volvió a leer las indicaciones que le había dado para asegurarse. Sí, era el sitio correcto. Marta le había dicho que trabajaba en un gigantesco rascacielos, pero aquel edificio de oficinas no podía tener más de cinco plantas. No es que se pudiese decir que fuese el Empire State Building. Entró y miró en el directorio que había en el vestíbulo. Marta no le había dado dicho el nombre de la empresa porque decía que era la única en todo el edificio, sin embargo allí había indicadas ocho empresas distintas. Florencia decidió ir a la del último piso, una empresa llamada Juguetes Ocsa que supuso tenía ahí sus oficinas comerciales, y si no era, ir bajando.

    Resultó que ésa era la empresa. Le preguntó a una joven recepcionista que tenía una mesa justo al salir de los ascensores. La joven le indicó el lugar donde Marta trabajaba. Mientras recogía la bolsa que se había olvidado Marta, se le acercó una mujer rubia y alta, supuso que era Luisa por la descripción que había hecho de ella Marta.

     -Hola. ¿Eres amiga de Marta? ¿Se encuentra bien?

     -Sí, vengo a recoger unas cosas que se ha dejado. Está un poquito constipadilla y ya está.

     -Ah, bien. Bueno. Si necesita cualquier cosa que lo diga.

     -Sí, ya le diré. Gracias.

***

     -Toma, te dejo la bolsa aquí.

     -Vale, gracias. ¿Qué te ha parecido el sitio?

     -Pues, no sé. Normal. La típica oficina.

     -¿Te has tomado un café allá?

     -No, no. ¿Por qué?

     -No, por nada. Da igual.

***

     Marta aprovechó bien su día de fiesta. Se levantó temprano, a las seis de la mañana, y se duchó y vistió rápido y salió de casa. Aparcó cerca de la Empresa, pero no demasiado. El sitio justo para poder vigilar la entrada pero que no la vieran.

    A las siete y media empezaron a llegar sus compañeros de trabajo. Todos perfectamente anodinos y vulgares, sin ropas chillonas ni sombreros extraños ni palitos en sus manos. Y fue todo lo que necesitaba para verlo claro.

    Todos estaban confabulados contra ella. Todo formaba parte de un meticuloso plan para volverla loca. Seguro que le habían metido alguna droga en el café que la había hecho alucinar y por eso había visto aquella cosa. Todo estaba tan claro ahora.

     Necesitaba un plan de acción. Algo tenía que hacer.

     La respuesta se presentó por si misma. Tenía que matarlos. Matarlos a todos.

***

    Marta no poseía armas de fuego de ningún tipo ni tenía idea de dónde conseguir una rápidamente sin permisos ni nada. Por tanto se vio obligada a escoger entre los distintos cuchillos que tenía en casa para usarlos como arma. Sería más lento, pero una ha de trabajar con lo que tiene.

    Llegó a la oficina como cada día y se fue directa al despacho de Miguel. Antes de que este pudiese decir “buenos días”,  Marta saltó sobre él con toda la ira y frustración que había acumulado durante todo el tiempo que llevaba allí.

   El cuchillo que finalmente había decidido llevarse Marta era un cuchillo de chef  que Florencia había comprado ofrecido de promoción en un periódico. Como estaba pensado para trabajar en todo tipo de carnes, vegetales y pescados, no tuvo muchos problemas para clavarse en el pecho de Miguel. Claro que la furia con que lo empuñaba Marta también fue un factor decisivo.

     Marta fue la primera sorprendida ante el resultado de su acción. Se había preparado mentalmente para el inevitable derramamiento de sangre que normalmente acompañaba estas situaciones. Esa fue la primera sorpresa. Miguel no sangró. De hecho, apenas reaccionó. Marta se apartó de él, muda. Miguel miró el mango del cuchillo que sobresalía de su pecho, como alguien se miraría una peca que ve por primera vez en la piel de su pecho. Con la mano izquierda cogió la empuñadura y se sacó el cuchillo. Un líquido amarillento se salió por la herida que había quedado pero poco, enseguida cesó. El cuchillo había quedado cubierto por ese líquido amarillento.

     Miguel se levantó y abrió una de las ventanas de su despacho.

     -De verdad, Marta, que esperaba que no tuviéramos que llegar a esto. I was really hopening it. Con el gran trabajo que estabas llevando a cabo.

     -Yo… yo, no…

     Miguel se acercó a Marta y se puso a su espalda. Delicadamente la llevó hasta la ventana.

     -Que sepas que me sabe muy mal hacer esto. I’m very sorry.

     Miguel empujó a Marta por la ventana.

***

    Cuando el juez Domingo González autorizó el levantamiento del cuerpo, una par de enfermeros se llevaron los restos de Marta.

     -Ha quedado muy destrozada para haber caído cinco pisos.

    El juez González miró al agente de policía que había dicho aquello sin responderle. Una vez se marcharon la policía, los curiosos y los periodistas, entró en el edificio y subió, ahora sí, hasta el piso 40. Allí le esperaban Miguel y el Wub.

     -Bueno, ya está arreglado todo. Un suicidio normal y corriente.

     -Excellent, excellent. Lamentamos mucho todas estas molestias. De verdad, que pensamos que duraría más que la anterior chica. Dos meses, tampoco está mal.

     El Wub agitó sus mandíbulas.

     -Por supuesto, señor. Pero es que el caso de Susana Martínez es difícil de superar.

     El juez todavía no captaba las sutilezas del lenguaje Wub y le preguntó a Miguel que había dicho.

    -Hablaba de Susana Martínez. Estuvo con nosotros a very long time. Dos años. Pero, claro, Susana Martínez era una excelente empleada.